“En aquel tallo, en aquel fruto, cada pregunta tiene su respuesta”, por PABLO SANA
PABLO SANA tiene una larga trayectoria y extensa formación como docente. Estudioso de la cultura popular, publicó en 2003 “El Tango. De los Círculos Prohibidos a la Legitimidad (1880-1910)” – AMAUTA (Saber y Trascender) FEPAI (Fundación para el Estudio del Pensamiento Argentino e Iberoamericano). Ejerció el periodismo en muchas ocasiones. Pero, por sobre todas las cosas, es y se lo conoce como “MAESTRO”. Cuando desde El Agrario le pedimos su opinión sobre Vivir en la Ruralidad, nos dedicó estas historias que reflejan diáfanamente su compromiso con la educación pública y con el campo argentino y su gente:
Por Redacción El Agrario | 22-03-2023 07:20hs
Cuando era chico, en la casa de mis viejos en el barrio de Flores en la Ciudad de Buenos Aires donde nací y me crie, teníamos un patio grande que marcaba el escenario donde desarrollar los juegos de mi infancia. La imaginación de un niño convertía las baldosas en campos de batalla, junglas inmensas llamaba a las macetas, y laberintos donde jugar a las escondidas cualquier cosa que estuviera sobre el suelo. Era un mundo feliz.
Hasta que se largaba a llover debiendo escapar con mi hermano de la malvada lluvia al tiempo que escuchaba a las mujeres diciendo en voz alta “qué bueno para el campo” al ver el agua que caía. Se me “invitaba” entonces a ser solidario con un lugar llamado “campo”, “algo” que estaba vaya uno a saber por dónde recibiendo el chaparrón.
Soy de la generación que nació con frases como “este país se salva gracias al campo” o “en el campo siempre hay trabajo” o “hacemos alimentos para 400 millones de personas” pero afirmando que ese lugar llamado “campo” si existía no tenía nada que ver conmigo ni mi porteñismo. Cómo saber que mi peregrinar me iba a llevar a desarrollar mi vocación de docente como director de la Escuela Secundaria 12 Extensión n° 1 del Paraje M. J. García, nombre recibido de la estación homónima del ex Ferrocarril Sarmiento en el Partido de Mercedes, Provincia de Buenos Aires.
Ciudad pueblo administrativa con cabecera de Juzgado, Regimiento VI de Infantería destinado a Malvinas y luego Escuela de Gendarmería, la cárcel más vieja de la Provincia de Buenos Aires, Bancos y más dependencias estatales, se me presentaba como una Buenos Aires más chica, y encima rodeada de “ese campo” que cada vez tomaba más forma. Bastaba recorrer 20 cuadras en cualquier dirección para ver como cambiaba la geografía, la gente, la forma de hablar y de tratarse, los silencios y tantas cosas más.
En el año 2015, era director de una Escuela Secundaria en el centro de la Ciudad, más exactamente en la misma manzana donde estaba la Municipalidad y el Concejo Deliberante local. Feliz “porteño achicado”, un día de agosto de 2015 me agregan la dirección de una escuela rural a exactamente 15 kilómetros y 420 metros de la puerta donde me sentía a mis anchas. ¡Era la Escuela de M. J. García!!!
Confieso que esa Escuela que conocí en los papeles como tantos otros se me presentaba como un problema que me quería sacar de encima. Dividir mi tiempo entre dos espacios tan diferentes me hacían como perdida mi tan conquistada comodidad. De una Escuela céntrica en desarrollo con más de 250 estudiantes y 12 secciones a una Escuela distante con 14 chicos y dos grados, era como un trasplante más de mi identidad porteña hacia ese campo que me decía “aquí estoy”.
Y un día fui. Al ver el patio recordé la casa de mis viejos. Pero sin paredes laterales, sino alambrados, árboles perimetrales, campos extensos, confirmando mi asignación a ese espacio desde un escritorio de alguna dependencia que no atendió sus características específicas. Estaba en “ese campo”, o al menos una parte, con el que me había solidarizado 40 años atrás cuando llovía y entraba en casa para no mojarme.
Es difícil definir el impacto cultual y hasta físico que me causó ese cambio. Me sentí absolutamente indefenso ante ese desafío. ¿Quién pensó que con esa medida administrativa se “solucionaba” algo o sumaba algo?
Pero bien, pusimos manos a la obra. Busque en el staff de la Escuela docentes con experiencia rural en los Centros Educativos para la Producción Total, los famosos CEPT, programa educativo de alternancia que busca retener la población en el sector y evitar migraciones hacia las ciudades, formando así un Equipo de Gestión de ese nuevo espacio.
Al pensar en esta palabra me vino a la cabeza el famoso cartel que estaba en las rutas argentinas –siempre el porteño adentro- que decía “fin de zona urbanizada”, como diciendo “hasta aquí una cosa y después otra”.
Dividir mi tiempo con la Escuela de García me hizo sentir que cada vez me quitaba más tiempo de mi “hábitat natural urbano”. Hasta que una semana fui todos los días y así pude empezara ver desde adentro cosas que no veía desde afuera: la presencia de un entorno con códigos distintos. Detalle no menor: no había internet. En un mundo donde todos están “conectados” y cada vez más “desconectados”, en ese lugar, la única forma era el dialogo. Las palabras reemplazaban los “emoji”. Las emociones se vivían a pleno. Los mismos estudiantes eran diferentes. Y las familias, ni hablar.
La gente que me tocó conocer me enseñó esa Argentina que forma parte del mosaico de culturas y geografías de la “Argentina grande” vista por el mundo, que nos imagina como un país de grandes campos, no de desiertos que forman el 75 % de nuestro país y donde debía vivir esta experiencia.
El valor de la palabra, de dar una mano. Hablar fuerte, pero sin gritar, característico de quien vive mirando a lo lejos sin edificios ni postes ni semáforos interrumpiendo la visión. Comencé a preguntarme porqué tantas Argentinas dentro de un mismo territorio.
Y encontré la respuesta en el lugar menos pensado: en el corazón. Me enamoré. Me enamoré de ese mundo que me estuvo escondido por hábito y por intención. Esa Escuela que me habían dado desde un escritorio y que me quería sacar de encima al principio, se trocó en un lugar a defender con uñas y dientes, pero sin imaginarme que debía defenderlo de quien tenía la tarea de cuidarla: el Estado.
Todos los años la Escuela “desaparecía” del sistema los 31 de diciembre. En los papeles aparecía como “Extensión” como si fueran dos aulas más agregadas a la Sede que estaba en la Ciudad. No se había tenido en cuenta temas como transporte, servicio de comedor, conexión de internet, personal auxiliar, bibliotecarios y preceptores. La Escuela se “había agrandado” como si fuera la misma en el mismo sitio y a nadie se le ocurrió que 15 kilómetros 400 metros en Argentina puede ser como ir de la tierra a la luna.
En esos años de amor mágico, la gente se organizó detrás del afecto. Pero por sobre todo se organizó desde atrás de un equipo que vio la gran ausencia de políticas públicas ordenadas con respecto al campo y a su identidad, no sólo como productores de bienes, sino como espacio social.
Y lo mejor de todo, es que la visión de ese Estado ausente tiene un crédito permanente en la gente del campo. En las grandes ciudades, donde se concentra el 85 % de la población de nuestro país, el Estado se ve como una figura que está en “el éter”. Que no existe en la vida de uno salvo para reclamar y quejarse de modo que si debo relacionarme con él lo tengo que hacer pasando una barrera de frustración, por necesitarlo sin querer construirlo. La relación con el Estado se presenta como hostil.
Pero lo que aprendí en el sector rural, es que la gente mantiene una mirada institucional muy fuerte. Allí no era Pablo o “Profe”, era Director, o Señor maestro. Se nos veía como representantes del Estado, una institucionalidad ausente en las decisiones “de arriba” pero nunca dejada de respetar “allá abajo”.
¡Cómo no enamorarse entonces de ese lugar que nos da ese crédito abierto! Pero el problema seguía. Estábamos ahí. Había que responder. Y el enemigo –triste es decirlo- no estaba tan afuera como adentro de la política estatal. El primer paso era ir con la identidad propia de sector con características propias. Algo así como “de igual a igual” pero diferentes.
Comenzamos las reuniones con autoridades. La primera fue emblemática. Nos pidieron hacerla en la Sede de la Ciudad. No en el campo. Fue un viernes. Feriado. De noche. Y vinieron todos a apoyar a un equipo de gestión que decía “los vamos a defender”.
La segunda –tres años más tarde- fue por fin en la Escuela de campo. Viernes. Invierno. ¡No teníamos gas!!! Y vinieron todos. Fue en el aniversario de la caída de Malvinas. Decidimos izar la bandera a media asta y hacer un minuto de silencio por los caídos y una reflexión del momento. Si eso no es hacer al Estado presente… ¿Qué debería ser? Había algo que nos unía. Repito, igual de diferentes pero unidos.
No puedo decir la furia que me produjo ver a autoridades de rango distrital y regional preguntar “¿Quiénes son del campo y quienes de la Ciudad”? Para ver hasta donde se “justificaba” invertir en una “Escuela chica” de “mundo chico”. Para ese momento casi el 30 % era del campo profundo, ese que no se ve desde las rutas que lo cruzan, sino que está más adentro aún.
¡Casi me largo a llorar! Los que debían defendernos no se daban cuenta del milagro. La gente del sector rural venía con sus mejores ropas como lo que debía ser, una ceremonia. La gente de la Ciudad venía de otros trabajos, pero estaban todos ahí, en el mismo lugar y con el mismo objetivo. Construir entre todos el Estado tan ausente en un lugar distante. ¡Y las autoridades nos preguntaban quién era de un lado y quien de otro!!!...
Fuimos logrando apertura de aulas, comedor escolar, asignación de cargos, colocación de servicio de internet, transporte. La matrícula creció. Se hizo lugar a la integración.
La gente escuchaba explicaciones técnicas sin tumultos, simplemente reclamando lo suyo con una pregunta tan sencilla como temeraria: “De acuerdo. Ahora dígannos... ¿Cuál es el plan?” Para el que sea estamos y a este Equipo lo seguimos. Sentí por fin algo inimaginable y ahora entendido visto a la distancia. ¡Éramos legítimos! No sólo legales. ¡Legítimos! Sin condicionamientos. Ya no éramos 14 familias. Éramos más de 70. Nos habían dado una identidad. No sólo éramos maestros. Éramos el Estado presente en el sector rural que decía “aquí no hay quien de aquí y quien de allá”. Somos argentinos. Cuídennos.
Hoy cuando pienso en esa desvinculación tan potente entre tomas de decisiones de escritorio y realidades de hectáreas de historias, me doy cuenta que el camino es al revés. Que debe el campo conseguir su independencia para discutir en conjunto “de igual a igual” su destino. No esperar que le digan dónde estar. Que las políticas públicas deben bajarse seccionadas a cada realidad con margen de maniobra donde la gente decida. Lo común al tiempo que reconocemos lo propio. La base de nuestro federalismo, dicho sea de paso. Y la Escuela es el núcleo de una sociedad. Lo que ahí se enseña es lo que se hace en el futuro.
Hoy la Escuela de García va rumbo a convertirse en una Secundaria independiente.
Las cuestiones administrativas me llevaron a otro lugar.
Pero cada vez que pienso en esas reuniones de todos juntos defendiendo lo nuestro, de identidades locales que nos presentaron sus verdades para defenderlas de la única forma, que es hacerlas propias, me viene la palabra “nosotros”. “Nosotros argentinos”. Palabra impensada en ese niño al que le decían cuando llovía “qué bueno para el campo” sin saber dónde estaba allá lejos y hace tanto.
La última vez que hice “el camino de vuelta” de ese espacio maravilloso que me esperó tanto tiempo escuchaba dentro mío: “recuerde, señor Maestro, que en aquel tallo, en aquel fruto, cada pregunta tiene su respuesta”