Invasión en Brasilia: Jair Bolsonaro, agente del caos
La invasión a las sedes de los tres poderes en Brasilia coronó cuatro años en los que Jair Bolsonaro actuó como un agente del caos.
Por Ignacio Lautaro Pirotta | 14-01-2023 07:42hs
“Vamos a restablecer el orden en este país” decía Jair Bolsonaro en su discurso de asunción, allá por enero de 2019. El líder de la derecha radical que nació como fenómeno político al calor de una fuerte crisis política y económica, una vez en el poder, más que restablecer el orden, se convirtió en un agente del caos. La invasión a las sedes de los tres poderes el pasado 8 de enero es la coronación de cuatro años de crisis permanente.
El caos que representó Bolsonaro se manifestó principalmente en un estilo presidencial que generó crisis tras crisis, tanto al interior del propio oficialismo como con otros actores. Fue en los primeros días de gobierno que se peleó con quien había coordinado su campaña y era uno de los hombres de la mesa chica bolsonarista, Gustavo Bebbiano. Primera baja del gabinete. Luego siguieron las peleas con el vicepresidente Hamilton Mourao; las polémicas permanentes, por muchos apuntadas como cortinas de humo para distraer a la opinión pública de las medidas impopulares; incendios en el Amazonas; matanza de pueblos indígenas; negacionismo durante la pandemia, etc.
Lo más grave en términos políticos fueron las permanentes crisis con los otros poderes, en principio con el Congreso y luego, una vez establecida una alianza con partidos de peso que le garantizó gobernabilidad, con el Supremo Tribunal Federal. Además de fuertes embates contra gobernadores, con amenaza de intervención federal, por ejemplo cuando algunos de estos querían mantener medidas contra la pandemia. Pero se trató, sin embargo, siempre de un estilo en donde la sustancia del conflicto importaba menos que el conflicto en sí. Una impostura permanente de confrontación antisistema que parecía tener valor en sí misma, y no por las causas que supuestamente la sustentaban.
Impostura porque importaba más, por ejemplo, poner en agenda durante semanas el cambio del sistema de votación y enviar un proyecto de ley al Congreso, que verdaderamente articular mayorías legislativas para que el proyecto prospere y el cambio se lleve a cabo. La pelea, la prepotencia y la violencia forman parte de Jair Bolsonaro desde que se inició en la política allá por fines de los ochenta. Lo único que cambió en tantos años fueron los destinatarios de esa furia. Pasaron por la mira de Bolsonaro el gobierno de Fernando Henrique Cardoso, los “bandidos”, el Partido de los Trabajadores (PT), los partidos políticos, el Congreso, los gobernadores, las medidas contra el Covid y finalmente la Corte Suprema.
Con todo lo grave que fue, la invasión a los edificios de los tres poderes también fue hasta cierto punto algo vacío: una acción extremista, estimulada por el propio Bolsonaro y ejecutada por la red bolsonarisa con base en el ecosistema digital. Pero no lo suficientemente articulada, para empezar con con las fuerzas de seguridad, como para intentar realmente una deposición del naciente gobierno. Ni siquiera para garantizar impunidad de los involucrados. Más de 600 personas fueron detenidas en las primeras 24 horas, número que escaló a más de mil en los días siguientes. Después de estimular este tipo de acciones, que se iniciaron con fuerza con los piquetes camioneros la misma noche de la derrota y continuaron con los campamentos en las puertas de los cuarteles por todo Brasil, Bolsonaro cuestionó a las invasiones vía Twitter, desde Florida, Estados Unidos.
La invasión fue un test de fuego para el nuevo gobierno en tanto es conocida la penetración del bolsonarismo en las policías y las Fuerzas Armadas. Por suerte, pasado el primer momento, de clara convivencia con los bolsonaristas para habilitar la invasión, la subordinación de las fuerzas de seguridad al poder civil no estuvo en cuestión. Tanto la policía del Distrito Federal como los militares (algunos efectivos fueron usados para reforzar el personal de seguridad, bajo las órdenes del interventor dispuesto por el Gobierno Federal, Ricardo Capelli) estuvieron a disposición y la situación fue normalizada en el transcurso de unas horas.
No obstante, el episodio fue como meter el dedo en la herida abierta para la democracia brasileña que es la bolsonarización y el antipetismo reinante en las fuerzas de seguridad en general. Durante la transmisión de la CNN Brasil del día de la invasión, uno de los periodistas informó respecto a las conversaciones sobre una posible intervención militar para garantizar el orden en Brasilia. Esa medida está prevista en la Constitución Federal, artículo 142, según la cual cualquiera de los tres poderes puede solicitar una misión de Garantía de la Ley y el Orden (GLO), en la que las FF.AA. intervienen en materia de seguridad interior. Tal dispositivo es utilizado con frecuencia. Por ejemplo, en Río de Janeiro en más de una ocasión, la última en 2018, también en el estado de Ceará, en 2019. Según informaban en CNN el domingo de la invasión, había cierta reticencia de los militares a una GLO bajo el argumento de que ellos están para defender al país de amenazas externas, y no internas. Un argumento escuálido ante la constatación de que las GLO son usadas con frecuencia. Lo que el gobierno de Lula hizo fue recurrir a la intervención federal (artículo 136 de la Constitución), restringida exclusivamente al ámbito de la seguridad.
Desde el gobierno no solo apuntaron contra los policías del Distrito Federal que habrían facilitado la invasión, sino también contra funcionarios del Gabinete de Seguridad Institucional (GSI), órgano que tiene a su cargo la seguridad presidencial y del Planalto. Luego de la invasión, Lula prometió una revisión del personal del Planalto ya que estaría “lleno de bolsonaristas”. Eso incluye al GSI, donde ya comenzaron algunas remociones. “Queremos que esto se transforme en una oficina civil”.
La mención de lo civil se debe a que el Planalto se encuentra lleno de militares, fundamentalmente el GSI. Si bien Lula nombró al frente de este organismo a otro general, Gonçalves Dias, durante los gobiernos del Partido de los Trabajadores llegó a haber un ministro de origen civil en ese cargo, que tiene ni más ni menos que bajo su mando al servicio de inteligencia (Abin). La desmilitarización del servicio de inteligencia fue algo en lo que el PT avanzó, pero se retrocedió a partir del gobierno de Michel Temer, y con Bolsonaro se profundizó el retroceso.
He aquí la otra gran cuestión que subyace a la invasión a Brasilia: las prerrogativas mantenidas por los militares en la transición democrática y luego de 21 años de dictadura. La transición “lenta, gradual y segura”, como la definió uno de los dictadores, les garantizó retener poder y centralidad institucional. El mencionado artículo 142 de la Constitución Federal es el epicentro normativo de lo que ha sucedido el 8 de enero. Según la interpretación que hacen mucho a una parte de ese artículo, las Fuerzas Armadas serían un poder moderador en la República, algo así como una reserva de moral y de orden que puede acudir a rescatar a la República si así lo considera necesario. Esa interpretación, por supuesto, es la que defienden los bolsonaristas, el propio Bolsonaro y parte de los militares, y es la que alimentó la ilusión de los bolsonaristas de que ante una revuelta civil los militares terminarían tomando el poder.
En un fallo de 2021, el juez de la Corte Suprema, Luiz Fux; determinó que las Fuerzas Armadas no son poder moderador, a raíz de una presentación realizada por un partido político para que se esclarezca ese punto. El fallo no fue sometido al plenario de la Corte hasta el día de hoy, algo que, habida cuenta de todo lo sucedido, sería por demás relevante que suceda.
A todo, el silencio de los altos mandos militares hace ruido. A diferencia de lo que sucedió en Estados Unidos con la invasión al Capitolio, donde el Jefe del Estado Mayor Conjunto, Mark Milley, se puso frente a los micrófonos para posicionar a las fuerzas en contra de la invasión y en defensa de la democracia, en Brasil no ha habido ningún tipo de comunicado siquiera. Tampoco contra los campamentos por todo Brasil frente a los cuarteles pidiendo la intervención militar.
La inmensa mayoría de los brasileños rechaza la invasión del 8 de enero. Según el instituto Datafolha, el 93% rechazó la “invasión y destrucción”. La encuesta de Atlas Intel, realizada por internet, muestra otros números: 75% está en contra de “las manifestaciones bolsonaristas que ocuparon el Planalto, Congreso y STF”, pero un preocupante 39,7% dicen creer que Lula da Silva en verdad no ganó las elecciones. Puede que tal vez el número de los que realmente descreen del resultado de las elecciones sea menor, pero aún así no hay dudas de que es un número alto de brasileños profundamente insatisfechos, e indigestos, con el triunfo de Lula.
La invasión a los tres poderes dejó al bolsonarismo en un lugar de fragilidad. El líder se despegó, cuestionando a sus propios fanáticos, que están sintiendo el peso de la ley mientras él se encuentra fuera del país. El hallazgo de un borrador de un decreto presidencial de Bolsonaro para desconocer el resultado de las elecciones, durante un allanamiento en el domicilio del exministro de Justicia de Bolsonaro, Anderson Torres, complica aún más al expresidente. Lo que se va conociendo sobre su gestión tampoco ayuda. La anulación de los sigilos de 100 años puestos por Bolsonaro a cosas como los gastos de su tarjeta cooporativa están generando bastante ruido. El entonces presidente realizó gastos injustificables con la tarjeta oficial, por ejemplo en el marco del casamiento de su hijo, decenas de cargas de combustible durante las caravanas de campaña y otros gastos abultados que tienen fuerte tufo a corrupción. Y más sigilos impuestos por el expresidente serán revocados.
Bolsonaro no se encamina a estar finiquitado, porque tiene una base electoral que se ha mostrado fiel y resistente. Pero puede sucederle algo peor: quedar grogui sobre el ring. El resultado de eso sería que, al mismo tiempo que estaría impotente para volver a ganar, seguiría ocupando parte del espacio vital que necesita cualquier proyecto opositor a Lula da Silva. Hoy, eso parece altamente probable